El encuentro entre discapacidad y derechos humanos, en el plano de las normas y en el de la discusión teórica, es relativamente reciente. Desde las normas, este encuentro se produce definitivamente en 2006 con la aprobación de la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad. Un tratado internacional que desde 2008 forma parte del Derecho español y que es (debe ser) referente interpretativo de todos los derechos fundamentales. Desde el plano teórico el encuentro se ha venido produciendo a partir del último cuarto del siglo XX, con el llamado modelo social de la discapacidad. Un modelo que contempla a la discapacidad como la combinación de condición y situación personal, poniendo especial atención en las barreras sociales. En ambos planos, el activismo social, organizaciones y personas, ha tenido un protagonismo fundamental.
Ahora bien, una cosa es el encuentro normativo y teórico y otra la realidad social. A pesar de la existencia de este activismo social, nuestras sociedades, en gran medida, siguen contemplando la discapacidad desde el modelo médico. Un modelo para el que la discapacidad es un problema principalmente médico, que tiene que ver con una condición que sufren determinadas personas, y que debe ser resuelto desde un punto de vista asistencial encaminado a su normalización.
El principal reto con el que nos encontramos a la hora de relacionar la discapacidad y los derechos humanos es conseguir un cambio cultural que permita dejar a un lado esa visión predominantemente médica y pasar a una social, centrada en las barreras. No se trata de un cambio fácil porque buena parte del discurso ético desde la modernidad se ha basado en una manera de entender a los seres humanos, centrada en las capacidades, y que ha servido para apartar a las personas con discapacidad incluso de la reflexión sobre la dignidad humana.
Obviamente el reto del cambio cultural no es el único. A pesar de que en los últimos años en España se han producido avances en los derechos de las personas con discapacidad, tenemos muchos retos por delante. Sin ánimo exhaustivo, podemos citar cuestiones como la educación inclusiva, la atención temprana, la accesibilidad, la compresión adecuada de la capacidad jurídica, el derecho a elegir una forma de vida y la desinstitucionalización, la asistencia personal, los tratamientos e internamientos involuntarios….
El correcto tratamiento de todos estos retos exige ese cambio cultural, para lo cual el Derecho es una herramienta necesaria pero insuficiente. No habrá cambio cultural si no prestamos atención a la educación y a la formación y, en definitiva, si no nos tomamos los derechos humanos en serio (parafraseando un célebre libro del jurista Ronald Dworkin).
No puedo aquí, por razones de espacio, dar cuenta de lo que significa tomarse en serio los derechos humanos. Tan sólo destacaré una de sus dimensiones: la participación. Tomarse en serio los derechos de las personas con discapacidad implica que éstas participen en su configuración y en la determinación de su alcance. Pero también supone compartir, comunicar y acompañar, aspectos en los que el activismo social se convierte en esencial. Eso sí, un activismo que debe desarrollarse siempre desde el enfoque de los derechos humanos.